Esta vez,sí

Al oprimir “play”, el CD comenzó a girar. La voz aguda y gatuna de Barry Gibb se escuchó en seguida, afiebrada de tanta noche de sábado. Mario dibujó unos pasos a lo John Travolta, se miró de reojo en el espejo y agitó su escasa cabellera. “Sos un guacho, vamos todavía”. Dio los últimos retoques a la mesa mientras seguía con su baile de pulpo desbocado, agitando sus tentáculos de arriba abajo y en todas las diagonales posibles. Su apartamento de hombre recién divorciado, de un dormitorio y sala multifuncional, en el décimo piso de un edificio céntrico, guardaba un cierto desorden contenido, una decoración ecléctica, producto de las sobras del matrimonio, más algún esperpento donado por una tía, adornos florales que le impuso su madre, y los libros que con tanto mimo guardaba en sus estantes de cedro.
Numerosas cuadernolas y revistas yacían en un rincón, en el piso. Acomodó una vez más sus aristas, que sobresalían insistentes de la columna desalineada de papeles. Encendió una varilla aromática, colocada artísticamente en un soporte, que era su máximo orgullo de artesano aficionado. De sus épocas de estudiante, conservaba el cráneo de un hombre baleado en la cabeza, al que con un amigo, nombraron “Augusto”. Ahora, la agujereada calavera era un sonriente porta-incienso.
Verificó en la cocina que todo estuviese marchando bien. El olor a la carne horneándose había invadido el espacio deliciosamente. Echó una ojeada al horno, el jugo crepitaba y la carne se veía dorada. Fue entonces al baño y se perfumó. El timbre del portero eléctrico lo sacó de su contemplación ante el espejo.
-Es Carmen –murmuró-. Esta vez tengo que ir despacio, sin asustarla ni aburrirla. Ya se me escaparon tres, desde que estoy solo. Lo peor es que todas me cortan aun antes de llegar a la cama. Tengo que terminar con tanta abstinencia. No hablaré para nada de mi “ex”, ni de mi trabajo, ni de mis compañeros, nada de nada. Seré una tumba. Bueno, eso tampoco.
Se conocieron el día en que Carmen llegó al barrio con sus muebles, se estaba mudando al edificio contiguo. El iba de salida, con sus dos pequeños hijos. Con la curiosidad propia de cualquier vecino, y de quien está alerta, esperando un día encontrar lo que ya no tiene o lo que nunca halló, Mario dio un rápido vistazo a los efectos que bajaban de un camión a la vereda. El mobiliario era reducido. Se veían tres macetas con sus plantas y detrás, una cama de plaza y media. Una mujer joven cargaba una caja de cartón con el letrero “juego de té”. Pensó que sería la nueva vecina y viviría sola. Distraído, no prestó atención a sus hijos. La niña tropezó entre las cajas y bultos, quebrando una maceta y cayendo encima de ella. La begoña quedó como un rojo huevo frito aplastado en el piso. El padre se deshizo en disculpas y se alejó lo más rápido que pudo hacia el auto.
La segunda vez que se vieron, Mario volvió a disculparse y se preocupó en decirle que aquel día llevaba a los niños de regreso a casa de la madre. Carmen sonrió ante la apurada explicación del hombre, que le dejaba en claro su condición de divorciado, o separado.
-No te preocupes -le contestó-, esa begoña era un regalo de mi “ex suegra”. Casa nueva: vida y plantas nuevas.
A los pocos días coincidieron en el video-club de la esquina. Entre frases de saludos y trivialidades de ocasión, él le propuso ver una película y comer algo. Ella dudó un momento, lo miró y decidió confiar en esa mirada de ojos oscuros. Eligió un drama y Mario una de ciencia-ficción. Acordaron verla en la noche, en casa de él.
Carmen llegó con una barra de helado. El intenso aroma que salía del horno, le provocó una inspiración profunda.
-Mm, que delicia. Pensé que íbamos a pedir unas pizzas por teléfono. No esperaba una cena formal.
-Formal, no, simplemente tuve ganas de resarcirte por lo de la planta. A decir verdad, extraño la comida casera. Estoy aprendiendo a cocinar, sobre todo para cuando vienen mis hijos.
-Hacés bien, además, esa cualidad es algo que nos fascina a las
mujeres, resulta muy excitante.
-¿Si? -Mario se entusiasmó íntimamente-. Vamos a ver si decís lo
mismo cuando hayas probado lo que preparé.
-Yo diría que por el olorcito a grasa hecha cascarita, suavemente
adobada, se trata de un trozo de nalga o de cuadril.
-Acertaste, es una colita de cuadril a la cerveza.
Mientras conversaban, ella aprovechó para mirar y analizar el apartamento, su cerebro procesaba la información que recibía. Una biblioteca bien surtida de libros de lomo ancho, con títulos que referían a anatomía, medicina y palabras que le resultaron de difícil comprensión a simple vista. Eso fue lo único realmente prolijo que vio. En otros estantes se mezclaban varias novelas policiales con cuentos infantiles. Un cráneo humeante le sonrió con sus descarnadas mandíbulas. Una cama marinera, con funda de chenill rojo y almohadones en composé, amarillos y carmesí, hacía las veces de sofá. En una esquina, al costado del ventanal, una caja de cartón dejaba asomar camiones de plástico, peluches y muñecos de cara redonda y pelo de lana.
Mario sacó la carne del horno. Con una cuchilla fue cortándola en rebanadas rosadas, jugosas, que dejaban al descubierto el centro multicolor del relleno. Colocó dos porciones en cada plato y las bañó con el jugo de cerveza. Ella lo ayudó, sirviendo el puré de papas. “Es de paquete”, se disculpó Mario.
De música de fondo para la cena, se escuchó la voz sensual de Ana Belén. En la mesa, la conversación giró en torno a libros y a películas, ninguno de los dos parecía tener prisa por hablar de su reciente pasado. “Esto marcha bien”, se dijo Mario. “Está buenísima, qué ganas de bajarle esos pantaloncitos. Esta vez, sí, estoy ganando, estoy siendo entretenido y parece que le gusto”.
Carmen comía con verdadero placer. Disfrutaba cada bocado, la carne en su punto, bien condimentada, había tomado los aromas y sabores del relleno y la amarga espirituosidad de la cerveza. En su boca jugaba con los sabores de las aceitunas, las zanahorias en juliana, el morrón y el agridulce toque de las pasas de uva. Lamentó la falta de una buena ensalada o de un auténtico puré.
-Realmente te luciste con esta comida. Mi madre hace la colita de cuadril mechada, pero no tiene este gustito.
-Será que cuando le hago la incisión para mecharla, antes de introducirle los ingredientes, la mojo por dentro con una mezcla de aceite de oliva, sal, orégano y ajo con perejil.
Mario estaba feliz, distendido, la conversación era fluida y notaba que ella estaba pasándolo bien. Bastaba sentir su mirada de aprobación.
-Si, pero no es eso. Hay otro ingrediente que no alcanzo a distinguir. ¿Dónde aprendés los misterios de la cocina?
-Algunas veces le pregunto a mi vieja, pero ella hace una comida un tanto aburrida. Las más de las veces son “mis pacientes” los que me informan de los ingredientes más sofisticados.
-Si, noté por tus libros que debés de ser médico. Imagino que tendrás pacientes de esos charlatanes que te cuentan todo, hasta lo que comieron y cómo lo hicieron.
-No creas – se atoró Mario con un bocado-. Son bastante silenciosos.
-Si siempre cocinás así, voy a venir más seguido a hacerte compañía.
Pero decime, ¿cuál es este ingrediente que no alcanzo a detectar y que le da tan buen sabor?
-Es mostaza. Después de mechar la carne, la salpimentás y la embadurnás con mostaza, luego la colocás en una asadera y la regás con un litro de cerveza.
-Ah, era eso. Luego en el horno, la vas bañando cada tanto. Buenísimo. ¿Quién te la enseñó?
-La paciente que atendí ayer. Soy muy cuidadoso y muy observador, así que cuando la abrí, pude notar que la última ingesta todavía no había sido atacada suficientemente por los jugos gástricos, lo que me llevó a aislar los componentes que presentaba a nivel estomacal.
-Entonces sos cirujano. Pero, qué disparate, fue a operarse con el estómago lleno, eso es una locura, digo, por la anestesia, ¿no?
-Noté que había comido carne, presumí que era mechada, por los trozos
pequeños de diferentes verduras. Después de analizar, descubrí la mostaza y la cerveza. Con esos datos hoy preparé la cena.
-¿Qué le pasó? ¿Pudiste operarla igual? Se podría haber muerto.
-Ya lo estaba, la apuñalaron mientras comía. Soy médico forense y...
Carmen abrió grandes los ojos. Miró el plato vacío, la fuente con la carne roja y jugosa sobre la mesada de la cocina y luego a Mario. Un ruido sordo subió de su estómago hasta la garganta. Se levantó, tirando la silla, y corrió al baño.
“Pucha, ” pensó Mario, “con ésta ya son cuatro minas que pierdo”.

Mónica Dendi

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