Marea verde.

Una inspiración profunda al alba y la mirada hacia el Este pueden decirnos cómo se presentará el día. Se siente en el aire que penetra por las narinas, en la piel que se encrespa en un erizo suave, en los huesos que responden. Gustavo auguró una mañana cálida. El viento norte traía olores envueltos en sensaciones y la húmeda luz rosada despertaba los sonidos del lugar.
Con el termo y el mate bajo el brazo encaminó su rumbo en busca del tío Roque. Lo encontró en el galpón, revisando aparejos y redes. En el centro, el bote comprado meses atrás dormía en su cama de maderos. Blancas y gordas bolsas de plastillera se apilaban a los costados, junto a enormes neumáticos. Las profecías de Nostradamus, los tsunamis recientes en Indonesia y la descongelación de los polos, encontraron campo fértil en el confuso razonamiento del tío. Estaba obsesionado con una posible inundación, un desborde de los océanos que cubriría todo. Llegó a atrincherar la vivienda para detener el avance seguro de las aguas. La familia debía estar preparada ante cualquier catástrofe de esa índole, sentenciaba. Se constituyó en el comité unipersonal, organizador del rescate y la supervivencia.
Los argumentos en contrario de Susana, mujer de Gustavo, rebotaban contra una lógica tan distorsionada. Martillaba a su marido con la idea de internarlo para que estuviese acompañado por otros viejos que, al igual que él, tenían la razón dormida en los pliegues grises del pensamiento. Todo lo que pedía era que Gustavo lo llevase lejos, no oír más esa voz cascada, que acallaba hasta las ideas.
El tío Roque estaba siempre gustoso de conversar, pero debían hacerlo a su modo, así que Gustavo lo ayudó con la 4 x 4 a llevar el bote a la orilla. Al principio remaron en silencio, luego el viejo comenzó a hablar. El sobrino lo escuchaba abstraído, buscando el momento adecuado para cumplir con el pedido de Susana y plantearle la internación. En los años de niñez y adolescencia lo había acompañado innumerables veces a esa misma orilla y escuchado los relatos de sus viajes. El tío encendió un cigarrillo. El humo dejó su rostro envuelto en una fina nube gris. Por debajo de la barba canosa, Gustavo hurgó en busca de las marcas que siempre le fascinaron. Eran trazos del tiempo y del trabajo que se le fueron incrustando en la piel, en una época en que los ojos de Roque aún brillaban y destilaban chispas de picardía.
Desde muy joven había ingresado a trabajar al viejo Servicio Oceanográfico y de Pesca. Gustavo, de chico, fue muchas veces con su padre a esperar a Roque cuando llegaba en la barca al puerto de Punta del Este. Dos o tres lobos de mar solían nadar alrededor, curiosos. Más de una vez los pescadores dejaron al niño que les tirase alguna roncadera. A Gustavo le atraía ver a esos pescadores fuertes, a los que su poca edad les daba estatura de gigantes. Saltaban al muelle y sus fuertes olores inundaban el aire. Sus manos, anchas y rojizas de tantos sabañones, se enfundaban en gruesos guantes de lana para comenzar la descarga de las cajas metálicas. Eran cofres con tesoros de plateadas escamas y relucientes formas de variados nombres, que se abrigaban bajo una capa de hielo molido. Corvinas, merluzas, lenguados, brótolas, rayas, sargo y mero eran parte de las joyas que aquellos corsarios traían a tierra para la cámara de frío del S.O.Y.P. A la mañana siguiente volverían a zarpar y llevarían con ellos el precioso hielo blanco con el que luego preservarían la captura. Por aquella época, las mejillas del tío eran lisas. El paso del viento, salitre y días le trazaron derroteros y estelas en la carta de su rostro, le fueron confiriendo una imagen fiera que se desmentía en la tibieza de su mirada y el calor de su palabra. Las manos de Gustavo acariciaban esos canales de piel. Si el tío llevaba barba de pocos días, los pelos ásperos que le asomaban eran para el niño como mejillones adheridos a una roca. Fue Gustavo quien lo instó a dejársela crecer para cubrirle “tantas rayas”.
Cuando el S.O.Y.P. devino en Industrias Loberas y Pesqueras del Estado, Roque fue trasladado a la Isla de Lobos. De esa etapa callaba duros recuerdos. No resistió la matanza a animales tan bellos y libres. Por sus venas corría la misma agua, salina y cambiante del océano, que por las de esos mamíferos que descansaban confiados sobre el roquedal. Ligero de mujer e hijos propios, dio un golpe de timón a su vida y se enroló como marino de la pesca de altura. Desde entonces pasaba breves temporadas con la familia de su hermano, volvía a la casa durante unos pocos días al cabo de cada marea, dos o tres veces al año. El resto era agua salada, viento y soledad hacinada en camarotes demasiado pequeños para tantos hombres cargados de tristezas y vicios.
A través de las palabras del tío, Gustavo conoció la espuma fría de las olas del Atlántico Sur, los matices de las aguas heladas, profundas y las tempestades que cercaban a los hombres en forma inconmovible. Alrededor sólo existían tres colores fundamentales: azul en el mar y cielo; blanco en las nubes y en la estela espumosa que dejaba tras de sí la nave; y gris uniforme durante las tormentas. Aprendió a descubrir las estrellas en la noche oscura, a dejar errar la vista buscando en la niebla la tierra que -se sabe- no hay. Eran meses y meses de navegación lejos de la costa, del calor y consuelo de una mujer. Durante las largas jornadas sin pesca, los hombres se entretenían en juegos de naipes o enviando mensajes cifrados por radio, a buques que navegaban en la misma zona. Para ello contaban con la complicidad ocasional del Capitán. Empleaban códigos establecidos con otros marinos en las escalas previas, ya fuese en Las Malvinas o en Montevideo. Una vez vueltos a la mar, develaban intimidades de barco a barco, intercambiaban bromas groseras a través del éter o comentaban sobre las mujeres que habían tenido en la última recalada. Era pura desesperación por el contacto con otros, una forma cualquiera de evitar el hecho insoslayable de la soledad sobre un monstruo potente, que los mecía a su antojo.
La vida cambiaba cuando el Capitán de pesca informaba de datos satelitales con la posición de un banco de peces. Entonces perseguían el cardumen y echaban las redes confiados en una buena captura de merluza y calamares. La faena era pesada. El frío intenso del sur dolía al llegar a los pulmones. No había gorro, guantes, ni campera que protegiesen lo suficiente en el largo invierno, sólo la actividad sin tregua daba calor, y los besos a la petaca de whisky que todos ocultaban. Cuando había pesca se desafiaban los ritmos biológicos con jornadas de 30 horas y sueños parpadeantes. Gustavo vivía cada relato con excitación, era parte de aquel universo. En la cresta de las olas leía la dirección y la intensidad del viento, distinguía en la vastedad del océano la silueta inconfundible de las ballenas y se maravillaba con los errantes témpanos de hielo durante el verano. Su garganta virgen se quemó con el alcohol que bebía la tripulación. Hizo suyo el dolor del tío, cuando aquél perdió la primer falange del dedo índice derecho en la fileteadora de a bordo. La historia sobre el golpe del cabo suelto que chicoteó en la pierna del gallego Gutiérrez, y le provocó una sutura de treinta puntos, sacudió al muchacho de tal forma, que esa noche pidió a su madre una pomada para el ardor.
En el bote, Gustavo rememoraba las historias oídas. Observó al tío y lo vio envejecido. Estaba de pie, había lanzado la red al agua y se aprestaba a recoger.
-Muchacho, entretenga al biólogo, que nos viene un pingüino enredado en la malla. Distráigalo, sáquelo de la cubierta, porque si no, quién lo va a aguantar discurseando sobre la depredación por el resto de la marea –cuando le daba órdenes de marinería acostumbraba a tratarlo de “usted”.
Gustavo bajó la vista a la red que el tío recogía del agua. Un pato aleteaba desfalleciente, mezclado con palos musgosos, cajas de cigarrillos y la bufanda azul que se le había volado a su mujer durante la última tormenta. Ayudó al viejo a subir la captura al bote y desenredó al asustado animal.
-Sobrino, será mejor que regresemos a puerto. Maniobre con cuidado, mi amigo, porque tenemos tres buques atracados a estribor. Mi olfato me dice que uno es un barco corralero, el viento trae olor a ovejas.
Con paciencia y en silencio, Gustavo ganó la orilla y bajaron. Miró a su derecha, sonrió al ver una vaca y dos ovejas bebiendo en el lago de la represa. Algo más lejos, la majada descansaba a la sombra de unos paraísos, a resguardo del calcinante sol de la verde planicie.
Susana, sentada bajo un eucaliptus, desgranaba porotos sobre el delantal y luego los vertía dentro de un latón. A su alrededor las gallinas picoteaban la tierra. Vio llegar a los hombres pero continuó con la labor. Cuando estuvieron cerca miró a su esposo y arqueó las cejas, pidiendo sin palabras, la confirmación de que su marido había convencido al viejo para llevarlo lejos del campo. Gustavo depositó el pato sobre la mesa, alzó los hombros, y desviando la vista, le respondió.
-El tío capturó este “pingüino” para la cena. Mañana iremos otra vez de pesca.

Mónica Dendi

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